Oigo ruidos. Ya vienen, es tan temprano, ni siquiera ha salido el sol, no puedo moverme y el pañal está sucio, espero no me hagan daño al levantarme, tengo el cuerpo dolorido.
Tengo ochenta años. Me llamo Amelia y mientras estoy en la cama a oscuras, recuerdo el día que llegué aquí.
Me levanté un día de tantos, contenta por estar con mi hija mayor, mis nietos me dan la vida, aunque son unos trastos yo les quiero y ellos a mi.
Con ellos se hacen los días mas llevaderos, desde que mi esposo nos dejó, a mi, sobre todo muy, muy sola y triste. Vivo con ellos.
"Madre, nos vamos a la peluquería, necesitas que te corten el pelo".
Entramos por aquella puerta, que no era la peluquería, soy vieja pero no tonta, me quedé petrificada sin poder hablar, sólo quería gritar, salir corriendo.
Todo me daba vueltas, mi ser se quedó entre la calle y el marco de aquella puerta.
Abandonada quedé, mirando como mi hija se iba, dejando en aquel lugar a su madre, que le había dado la vida, ayudado en los peores momentos, amores, desamores, la cuidé cuando era niña, pasé la adolescencia con ella, intentando comprenderla aunque a veces no lo consiguiera, la protegí en la madurez, soy su madre ¿Qué hago aquí?
Los ojos se me llenaron de lágrimas, desde entonces nunca se me han secado.
Me siento como una carga, un estorbo, algo que nadie quiere.
Sentada en esta silla de ruedas, recordando cuando me senté en ella por primera vez, sin saber si algún día me levantaré de nuevo viendo a la gente que pasa, sintiendo lo mismo que sienten ellos, llevando la carga del tiempo vivido, llorando por los recuerdos que ya no recuerdo.
Grito en silencio que me quiero ir, pero nadie me oye, sufro por haber envejecido, por no tener fuerzas y haber perdido las ganas de vivir.
Estoy cansada, mis huesos frágiles me duelen cada vez más, la vista me falla no pudiendo ver todo lo hermoso de este mundo, he perdido audición, para poder oír el canto de los pájaros, que me despertaban de madrugada.
Mi cuerpo se deteriora, tengo ganas de descansar, dormir y no despertar. Si lo hago me gustaría que fuera al lado de mi querido esposo, la persona que más feliz me ha hecho, más me ha querido, me ha dado la vida más adorable que una mujer puede desear. Al dejarme sola se llevó con él mi corazón, mi alma entera, la vida que los dos formamos y que ahora no existe.
Salgo de ésta angustia en el momento que veo a mis nietos, con ellos se me olvidan todos estos sentimientos tristes, de tanta soledad y miro a mi hija y la perdono por haberme dejado aquí, haberse desprendido de mí, como si de un trapo viejo se tratara. Pero es mi hija y la quiero.
Me siento cansada, necesito dormir, los ojos se me cierran, me sumo en un profundo sueño.
De pronto estoy bien, ando, me levanto de esta horrible silla. Camino ágil.
A lo lejos veo a alguien, mis ojos se han secado, el corazón me late alegre, sonrío, allí esta: el hombre de mi vida, mi querido esposo.
Nos miramos como la primera vez que nos conocimos, se acerca a mí, me abraza, arropándome entre sus fuertes brazos.
A partir de ahora siempre estaremos juntos, abrazados me quedo pegada a él y nos vemos flotando entre las nubes.
Tengo ochenta años. Me llamo Amelia y mientras estoy en la cama a oscuras, recuerdo el día que llegué aquí.
Me levanté un día de tantos, contenta por estar con mi hija mayor, mis nietos me dan la vida, aunque son unos trastos yo les quiero y ellos a mi.
Con ellos se hacen los días mas llevaderos, desde que mi esposo nos dejó, a mi, sobre todo muy, muy sola y triste. Vivo con ellos.
"Madre, nos vamos a la peluquería, necesitas que te corten el pelo".
Entramos por aquella puerta, que no era la peluquería, soy vieja pero no tonta, me quedé petrificada sin poder hablar, sólo quería gritar, salir corriendo.
Todo me daba vueltas, mi ser se quedó entre la calle y el marco de aquella puerta.
Abandonada quedé, mirando como mi hija se iba, dejando en aquel lugar a su madre, que le había dado la vida, ayudado en los peores momentos, amores, desamores, la cuidé cuando era niña, pasé la adolescencia con ella, intentando comprenderla aunque a veces no lo consiguiera, la protegí en la madurez, soy su madre ¿Qué hago aquí?
Los ojos se me llenaron de lágrimas, desde entonces nunca se me han secado.
Me siento como una carga, un estorbo, algo que nadie quiere.
Sentada en esta silla de ruedas, recordando cuando me senté en ella por primera vez, sin saber si algún día me levantaré de nuevo viendo a la gente que pasa, sintiendo lo mismo que sienten ellos, llevando la carga del tiempo vivido, llorando por los recuerdos que ya no recuerdo.
Grito en silencio que me quiero ir, pero nadie me oye, sufro por haber envejecido, por no tener fuerzas y haber perdido las ganas de vivir.
Estoy cansada, mis huesos frágiles me duelen cada vez más, la vista me falla no pudiendo ver todo lo hermoso de este mundo, he perdido audición, para poder oír el canto de los pájaros, que me despertaban de madrugada.
Mi cuerpo se deteriora, tengo ganas de descansar, dormir y no despertar. Si lo hago me gustaría que fuera al lado de mi querido esposo, la persona que más feliz me ha hecho, más me ha querido, me ha dado la vida más adorable que una mujer puede desear. Al dejarme sola se llevó con él mi corazón, mi alma entera, la vida que los dos formamos y que ahora no existe.
Salgo de ésta angustia en el momento que veo a mis nietos, con ellos se me olvidan todos estos sentimientos tristes, de tanta soledad y miro a mi hija y la perdono por haberme dejado aquí, haberse desprendido de mí, como si de un trapo viejo se tratara. Pero es mi hija y la quiero.
Me siento cansada, necesito dormir, los ojos se me cierran, me sumo en un profundo sueño.
De pronto estoy bien, ando, me levanto de esta horrible silla. Camino ágil.
A lo lejos veo a alguien, mis ojos se han secado, el corazón me late alegre, sonrío, allí esta: el hombre de mi vida, mi querido esposo.
Nos miramos como la primera vez que nos conocimos, se acerca a mí, me abraza, arropándome entre sus fuertes brazos.
A partir de ahora siempre estaremos juntos, abrazados me quedo pegada a él y nos vemos flotando entre las nubes.